Carta
Encíclica del Papa Gregorio XVI
Sobre
los errores modernos
15
de agosto de 1832
Introducción
Admirados tal vez estáis,
Venerables Hermanos, porque desde que sobre Nuestra pequeñez pesa la carga de
toda la Iglesia, todavía no os hemos dirigido Nuestras Cartas según Nos
reclamaban así el amor que os tenemos como una costumbre que viene ya de los primeros
siglos. Ardiente era, en verdad, el deseo de abriros inmediatamente Nuestro
corazón, y, al comunicaros Nuestro mismo espíritu, haceros oír aquella misma
voz con la que, en la persona del beato Pedro, se Nos mandó confirmar a
nuestros hermanos[1].
Pero bien conocida os es la
tempestad de tantos desastres y dolores que, desde el primer tiempo de nuestro
Pontificado, Nos lanzó de repente a alta mar; en la cual, de no haber hecho
prodigios la diestra del Señor, Nos hubiereis visto sumergidos a causa de la
más negra conspiración de los malvados. Nuestro ánimo rehuye el renovar
nuestros justos dolores aun sólo por el recuerdo de tantos peligros;
preferimos, pues, bendecir al Padre de toda consolación que, humillando a los
perversos, Nos libró de un inminente peligro y, calmando una tan horrenda
tormenta, Nos permitió respirar. Al momento Nos propusimos daros consejos para
sanar las llagas de Israel, pero el gran número de cuidados que pesó sobre Nos
para lograr el restablecimiento del orden público, fue causa de nueva tardanza
para nuestro propósito.
La insolencia de los
facciosos, que intentaron levantar otra vez bandera de rebelión, fue nueva
causa de silencio. Y Nos, aunque con grandísima tristeza, nos vimos obligados a
reprimir con mano dura[2] la obstinación de aquellos hombres cuyo furor, lejos
de mitigarse por una impunidad prolongada y por nuestra benigna indulgencia, se
exaltó mucho más aún; y desde entonces, como bien podéis colegir, Nuestra
preocupación cotidiana fue cada vez más laboriosa.
Mas habiendo tomado ya
posesión del Pontificado en la Basílica de Letrán, según la costumbre
establecida por Nuestros mayores, lo que habíamos retrasado por las causas
predichas, sin dar lugar a más dilaciones, Nos apresuramos a dirigiros la
presente Carta, testimonio de Nuestro afecto para con vosotros, en este
gratísimo día en que celebramos la solemne fiesta de la gloriosa Asunción de la
Santísima Virgen, para que Aquella misma, que Nos fue patrona y salvadora en
las mayores calamidades, Nos sea propicia al escribiros, iluminando Nuestra
mente con celestial inspiración para daros los consejos que más saludables
puedan ser para la grey cristiana.
Los males actuales
2. Tristes, en verdad, y con
muy apenado ánimo Nos dirigimos a vosotros, a quienes vemos llenos de angustia
al considerar los peligros de los tiempos que corren para la religión que tanto
amáis. Verdaderamente, pudiéramos decir que ésta es la hora del poder de las
tinieblas para cribar, como trigo, a los hijos de elección[3]. Sí; la tierra
está en duelo y perece, inficionada por la corrupción de sus habitantes, porque
han violado las leyes, han alterado el derecho, han roto la alianza eterna[4].
Nos referimos, Venerables Hermanos, a las cosas que veis con vuestros mismos
ojos y que todos lloramos con las mismas lágrimas. Es el triunfo de una malicia
sin freno, de una ciencia sin pudor, de una disolución sin límite. Se desprecia
la santidad de las cosas sagradas; y la majestad del divino culto, que es tan
poderosa como necesaria, es censurada, profanada y escarnecida: De ahí que se
corrompa la santa doctrina y que se diseminen con audacia errores de todo
género. Ni las leyes sagradas, ni los derechos, ni las instituciones, ni las
santas enseñanzas están a salvo de los ataques de las lenguas malvadas.
Se combate tenazmente a la
Sede de Pedro, en la que puso Cristo el fundamento de la Iglesia, y se
quebrantan y se rompen por momentos los vínculos de la unidad. Se impugna la
autoridad divina de la Iglesia y, conculcados sus derechos, se la somete a
razones terrenas, y, con suma injusticia, la hacen objeto del odio de los
pueblos reduciéndola a torpe servidumbre. Se niega la obediencia debida a los
Obispos, se les desconocen sus derechos. Universidades y escuelas resuenan con
el clamoroso estruendo de nuevas opiniones, que no ya ocultamente y con
subterfugios, sino con cruda y nefaria guerra impugnan abiertamente la fe
católica. Corrompidos los corazones de los jóvenes por la doctrina y ejemplos
de los maestros, crecieron sin medida el daño de la religión y la perversidad
de costumbres. De aquí que roto el freno de la religión santísima, por la que
solamente subsisten los reinos y se confirm el vigor de toda potestad, vemos
avanzar progresivamente la ruina del orden público, la caída de los príncipes,
y la destrucción de todo poder legítimo. Debemos buscar el origen de tantas
calamidades en la conspiración de aquellas sociedades a las que, como a una
inmensa sentina, ha venido a parar cuanto de sacrílego, subversivo y blasfemo
habían acumulado la herejía y las más perversas sectas de todos los tiempos.
Los Obispos y la Cátedra de
Pedro
3. Estos males, Venerables
Hermanos, y muchos otros más, quizá más graves, enumerar los cuales ahora sería
muy largo, pero que perfectamente conocéis vosotros, Nos obligan a sentir un
dolor amargo y constante, ya que, constituidos en la Cátedra del Príncipe de
los Apóstoles, preciso es que el celo de la casa de Dios Nos consuma como a
nadie. Y, al reconocer que se ha llegado a tal punto que ya no Nos basta el deplorar
tantos males, sino que hemos de esforzarnos por remediarlos con todas nuestras
fuerzas, acudimos a la ayuda de vuestra fe e invocamos vuestra solicitud por la
salvación de la grey católica, Venerables Hermanos, porque vuestra bien
conocida virtud y religiosidad, así como vuestra singular prudencia y constante
vigilancia, Nos dan nuevo ánimo, Nos consuelan y aun Nos recrean en medio de
estos tiempos tan tristes como desgarradores.
Deber Nuestro es alzar la
voz y poner todos los medios para que ni el selvático jabalí destruya la viña,
ni los rapaces lobos sacrifiquen el rebaño. A Nos pertenece el conducir las
ovejas tan sólo a pastos saludables, sin mancha de peligro alguno. No permita
Dios, carísimos Hermanos, que en medio de males tan grandes y entre tamaños
peligros, falten los pastores a su deber y que, llenos de miedo, abandonen a
sus ovejas, o que, despreocupados del cuidado de su grey, se entreguen a un
perezoso descanso. Defendamos, pues, con plena unidad del mismo espíritu, la
causa que nos es común, o mejor dicho, la causa de Dios, y mancomunemos
vigilancia y esfuerzos en la lucha contra el enemigo común, en beneficio del
pueblo cristiano.
4. Bien cumpliréis vuestro
deber si, como lo exige vuestro oficio, vigiláis tanto sobre vosotros como
sobre vuestra doctrina, teniendo presente siempre, que toda la Iglesia sufre
con cualquier novedad[5], y que, según consejo del pontífice San Agatón, nada
debe quitarse de cuanto ha sido definido, nada mudarse, nada añadirse, sino que
debe conservarse puro tanto en la palabra como en el sentido[6]. Firme e
inconmovible se mantendrá así la unidad, arraigada como en su fundamento en la
Cátedra de Pedro para que todos encuentren baluarte, seguridad, puerto
tranquilo y tesoro de innumerables bienes allí mismo donde las Iglesias todas
tienen la fuente de todos sus derechos[7]. Para reprimir, pues, la audacia de
aquellos que, ora intenten infringir los derechos de esta Sede, ora romper la
unión de las Iglesias con la misma, en la que solamente se apoyan y vigorizan,
es preciso inculcar un profundo sentimiento de sincera confianza y veneración
hacia ella, clamando con San Cipriano, que en vano alardea de estar en la
Iglesia el que abandona la Cátedra de Pedro, sobre la cual está fundada la
Iglesia[8].
5. Debéis, pues, trabajar y
vigilar asiduamente para guardar el depósito de la fe, precisamente en medio de
esa conspiración de impíos, cuyos esfuerzos para saquearlo y arruinarlo
contemplamos con dolor. Tengan todos presente que el juzgar de la sana
doctrina, que los pueblos han de creer, y el regimen y administración de la
Iglesia universal toca al Romano Pontífice, a quien Cristo le dio plena
potestad de apacentar, regir y gobernar la Iglesia universal, según enseñaron
los Padres del Concilio de Florencia[9]. Por lo tanto, cada Obispo debe
adherirse fielmente a la Cátedra de Pedro, guardar santa y religiosamente el
depósito de la santa fe y gobernar el rebaño de Dios que le haya sido
encomendado. Los presbíteros estén sujetos a los Obispos, considerándolos,
según aconseja San Jerónimo, como padre de sus almas[10]; y jamás olviden que
aun la legislación más antigua les prohibe desempeñar ministerio alguno,
enseñar y predicar sin licencia del Obispo, a cuyo cuidado se ha encomendado el
pueblo, y a quien se pedirá razón de las almas[11]. Finalmente téngase como
cierto e inmutable que todos cuantos intenten algo contra este orden
establecido perturban, bajo su responsabilidad, el estado de la Iglesia.
Disciplina de la Iglesia,
inmutable
6. Reprobable, sería, en
verdad, y muy ajeno a la veneración con que deben recibirse las leyes de la
Iglesia, condenar por un afan caprichoso de opiniones cualesquiera, la
disciplina por ella sancionada y que abarca la administración de las cosas
sagradas, la regla de las costumbres, y los derechos de la Iglesia y de sus
ministros, o censurarla como opuesta a determinados principios del derecho
natural o presentarla como defectuosa o imperfecta, y sometida al poder civil.
En efecto, constando, según
el testimonio de los Padres de Trento[12], que la Iglesia recibió su doctrina
de Cristo Jesús y de sus Apóstoles, que es enseñada por el Espíritu Santo, que
sin cesar la sugiere toda verdad, es completamente absurdo e injurioso en alto
grado el decir que sea necesaria cierta restauración y regeneración para
volverla a su incolumidad primitiva, dándola nueva vigor, como si pudiera ni
pensarse siquiera que la Iglesia está sujeta a defecto, a ignorancia o a
cualesquier otras imperfecciones. Con cuyo intento pretenden los innovadores
echar los fundamentos de una institución humana moderna, para así lograr
aquello que tanto horrorizaba a San Cipriano, esto es, que la Iglesia, que es
cosa divina, se haga cosa humana[13]. Piensen pues, los que tal pretenden que
sólo al Romano Pontífice, como atestigua San León, ha sido confiada la
constitución de los cánones; y que a él solo compete, y no a otro, juzgar
acerca de los antiguos decretos, o como dice San Gelasio: Pesar los decretos de
los cánones, medir los preceptos de sus antecesores para atemperar, después de
un maduro examen, los que hubieran de ser modificados, atendiendo a los tiempos
y al interés de las Iglesias[14].
Celibato clerical
7. Queremos ahora Nos
excitar vuestro gran celo por la religión contra la vergonzosa liga que, en
daño del celibato clerical, sabéis cómo crece por momentos, porque hacen coro a
los falsos filósofos de nuestro siglo algunos eclesiásticos que, olvidando su
dignidad y estado y arrastrados por ansia de placer, a tal licencia han llegado
que en algunos lugares se atreven a pedir, tan pública como repetidamente, a
los Príncipes que supriman semejante imposición disciplinaria. Rubor causa el
hablar tan largamente de intentos tan torpes; y fiados en vuestra piedad, os
recomendamos que pongáis todo vuestro empeño en guardar, reivindicar y defender
íntegra e inquebrantable, según está mandado en los cánones, esa ley tan
importante, contra la que se dirigen de todas partes los dardos de los
libertinos.
Matrimonio cristiano
8. Aquella santa unión de
los cristianos, llamada por el Apóstol sacramento grande en Cristo y en la
Iglesia,[15] , reclama también toda nuestra solicitud, por parte de todos, para
impedir que, por ideas poco exactas, se diga o se intente algo contra la
santidad, o contra la indisolubilidad del vínculo conyugal. Esto mismo ya os lo
recordó Nuestro predecesor Pío VIII, de s. m., con no poca insistencia, en sus
Cartas. Pero aun continúan aumentando los ataques adversarios. Se debe, pues,
enseñar a los pueblos que el matrimonio, una vez constituido legítimamente, no
puede ya disolverse, y que los unidos por el matrimonio forman, por voluntad de
Dios, una perpetua sociedad con vínculos tan estrechos que sólo la muerte los
puede disolver. Tengan presente los fieles que el matrimonio es cosa sagrada, y
que por ello está sujeto a la Iglesia; tengan ante sus ojos las leyes que sobre
él ha dictado la Iglesia; obedézcanlas santa y escrupulosamente, pues de
cumplirlas depende la eficacia, fuerza y justicia de la unión. No admitan en
modo alguno lo que se oponga a los sagrados cánones o a los decretos de los
Concilios y conozcan bien el mal resultado que necesariamente han de tener las
uniones hechas contra la disciplina de la Iglesia, sin implorar la protección divina
o por sola liviandad, cuando los esposos no piensan en el sacramento y en los
misterios por él significados.
Indiferentismo religioso
9. Otra causa que ha
producido muchos de los males que afligen a la iglesia es el indiferentismo, o
sea, aquella perversa teoría extendida por doquier, merced a los engaños de los
impíos, y que enseña que puede conseguirse la vida eterna en cualquier
religión, con tal que haya rectitud y honradez en las costumbres. Fácilmente en
materia tan clara como evidente, podéis extirpar de vuestra grey error tan
execrable. Si dice el Apóstol que hay un solo Dios, una sola fe, un solo
bautismo[16], entiendan, por lo tanto, los que piensan que por todas partes se
va al puerto de salvación, que, según la sentencia del Salvador, están ellos
contra Cristo, pues no están con Cristo[17] y que los que no recolectan con
Cristo, esparcen miserablemente, por lo cual es indudable que perecerán
eternamente los que no tengan fe católica y no la guardan íntegra y sin
mancha[18]; oigan a San Jerónimo que nos cuenta cómo, estando la Iglesia
dividida en tres partes por el cisma, cuando alguno intentaba atraerle a su
causa, decía siempre con entereza: Si alguno está unido con la Cátedra de
Pedro, yo estoy con él[19]. No se hagan ilusiones porque están bautizados; a
esto les responde San Agustín que no pierde su forma el sarmiento cuando está
separado de la vid; pero, ¿de qué le sirve tal forma, si ya no vive de la
raíz?[20].
Libertad de conciencia
10. De esa cenagosa fuente
del indiferentismo mana aquella absurda y errónea sentencia o, mejor dicho,
locura, que afirma y defiende a toda costa y para todos, la libertad de
conciencia. Este pestilente error se abre paso, escudado en la inmoderada
libertad de opiniones que, para ruina de la sociedad religiosa y de la civil,
se extiende cada día más por todas partes, llegando la impudencia de algunos a
asegurar que de ella se sigue gran provecho para la causa de la religión. ¡Y
qué peor muerte para el alma que la libertad del error! decía San Agustín[21].
Y ciertamente que, roto el freno que contiene a los hombres en los caminos de
la verdad, e inclinándose precipitadamente al mal por su naturaleza corrompida,
consideramos ya abierto aquel abismo[22] del que, según vio San Juan, subía un
humo que oscurecía el sol y arrojaba langostas que devastaban la tierra. De
aquí la inconstancia en los ánimos, la corrupción de la juventud, el desprecio
-por parte del pueblo- de las cosas santas y de las leyes e instituciones más
respetables; en una palabra, la mayor y más mortífera peste para la sociedad,
porque, aun la más antigua experiencia enseña cómo los Estados, que más
florecieron por su riqueza, poder y gloria, sucumbieron por el solo mal de una
inmoderada libertad de opiniones, libertad en la oratoria y ansia de novedades.
Libertad de imprenta
11. Debemos también tratar
en este lugar de la libertad de imprenta, nunca suficientemente condenada, si
por tal se entiende el derecho de dar a la luz pública toda clase de escritos;
libertad, por muchos deseada y promovida. Nos horrorizamos, Venerables
Hermanos, al considerar qué monstruos de doctrina, o mejor dicho, qué sinnúmero
de errores nos rodea, diseminándose por todas partes, en innumerables libros,
folletos y artículos que, si son insignificantes por su extensión, no lo son
ciertamente por la malicia que encierran; y de todos ellos sale la maldición
que vemos con honda pena esparcirse sobre la tierra. Hay, sin embargo, ¡oh
dolor!, quienes llevan su osadía a tal grado que aseguran, con insistencia, que
este aluvión de errores esparcido por todas partes está compensado por algún
que otro libro, que en medio de tantos errores se publica para defender la
causa de la religión. Es de todo punto ilícito, condenado además por todo
derecho, hacer un mal cierto y mayor a sabiendas, porque haya esperanza de un
pequeño bien que de aquel resulte. ¿Por ventura dirá alguno que se pueden y
deben esparcir libremente activos venenos, venderlos públicamente y darlos a
beber, porque alguna vez ocurre que el que los usa haya sido arrebatado a la
muerte?
12. Enteramente distinta fue
siempre la disciplina de la Iglesia en perseguir la publicación de los malos
libros, ya desde el tiempo de los Apóstoles: ellos mismos quemaron públicamente
un gran número de libros[23]. Basta leer las leyes que sobre este punto dio el
Concilio V de Letrán y la Constitución que fue publicada después por León X, de
f. r., a fin de impedir que lo inventado para el aumento de la fe y propagación
de las buenas artes, se emplee con una finalidad contraria, ocasionando daño a
los fieles[24]. A esto atendieron los Padres de Trento, que, para poner remedio
a tanto mal, publicaron el salubérrimo decreto para hacer un Indice de todos
aquellos libros, que, por su mala doctrina, deben ser prohibidos[25]. Hay que
luchar valientemente, dice Nuestro predecesor Clemente XIII, de p. m., hay que
luchar con todas nuestras fuerzas, según lo exige asunto tan grave, para
exterminar la mortífera plaga de tales libros; pues existirá materia para el
error, mientras no perezcan en el fuego esos instrumentos de maldad[26].
Colijan, por tanto, de la constante solicitud que mostró siempre esta Sede
Apostólica en condenar los libros sospechosos y dañinos, arrancándolos de sus
manos, cuán enteramente falsa, temeraria, injuriosa a la Santa Sede y fecunda
en gravísimos males para el pueblo cristiano es la doctrina de quienes, no
contentos con rechazar tal censura de libros como demasiado grave y onerosa,
llegan al extremo de afirmar que se opone a los principios de la recta
justicia, y niegan a la Iglesia el derecho de decretarla y ejercitarla.
Rebeldía contra el poder
13. Sabiendo Nos que se han
divulgado, en escritos que corren por todas partes, ciertas doctrinas que
niegan la fidelidad y sumisión debidas a los príncipes, que por doquier
encienden la antorcha de la rebelión, se ha de trabajar para que los pueblos no
se aparten, engañados, del camino del bien. Sepan todos que, como dice el
Apóstol, toda potestad viene de Dios y todas las cosas son ordenadas por el
mismo Dios. Así, pues, el que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de
Dios, y los que resisten se condenan a sí mismos[27]. Por ello, tanto las leyes
divinas como las humanas se levantan contra quienes se empeñan, con vergonzosas
conspiraciones tan traidoras como sediciosas, en negar la fidelidad a los príncipes
y aun en destronarles.
14. Por aquella razón, y por
no mancharse con crimen tan grande, consta cómo los primitivos cristianos, aun
en medio de las terribles persecuciones contra ellos levantadas, se
distinguieron por su celo en obedecer a los emperadores y en luchar por la
integridad del imperio, como lo probaron ya en el fiel y pronto cumplimiento de
todo cuanto se les mandaba (no oponiéndose a su fe de cristianos), ya en el
derramar su sangre en las batallas peleando contra los enemigos del imperio.
Los soldados cristianos, dice San Agustín, sirvieron fielmente a los
emperadores infieles; mas cuando se trataba de la causa de Cristo, no
reconocieron otro emperador que al de los cielos. Distinguían al Señor eterno
del señor temporal; y, no obstante, por el primero obedecían al segundo[28].
Así ciertamente lo entendía el glorioso mártir San Mauricio, invicto jefe de la
legión Tebea, cuando, según refiere Euquerio, dijo a su emperador: Somos, oh
emperador, soldados tuyos, pero también siervos que con libertad confesamos a
Dios; vamos a morir y no nos rebelamos; en las manos tenemos nuestras armas y
no resistimos porque preferimos morir mucho mejor que ser asesinos[29].
Y esta
fidelidad de los primeros cristianos hacia los príncipes brilla aún con mayor
fulgor, cuando se piensa que, además de la razón, según ya hizo observar
Tertuliano, no faltaban a los cristianos ni la fuerza del número ni el esfuerzo
de la valentía, si hubiesen querido mostrarse como enemigos: Somos de ayer, y
ocupamos ya todas vuestras casas, ciudades, islas, castros, municipios,
asambleas, hasta los mismos campamentos, las tribus y las decurias, los
palacios, el senado, el foro... ¿De qué guerra y de qué lucha no seríamos
capaces, y dispuestos a ello aun con menores fuerzas, los que tan gozosamente
morimos, a no ser porque según nuestra doctrina es más lícito morir que matar?
Si tan gran masa de hombres nos retirásemos, abandonándoos, a algún rincón
remoto del orbe, vuestro imperio se llenaría de vergüenza ante la pérdida de
tantos y tan buenos ciudadanos, y os veriais castigados hasta con la
destitución. No hay duda de que os espantariais de vuestra propia soledad...;
no encontraríais a quien mandar, tendríais más enemigos que ciudadanos; mas
ahora, por lo contrario, debéis a la multitud de los cristianos el tener menos
enemigos[30].
15. Estos hermosos ejemplos
de inquebrantable sumisión a los príncipes, consecuencia de los santísimos
preceptos de la religión cristiana, condenan la insolencia y gravedad de los
que, agitados por torpe deseo de desenfrenada libertad, no se proponen otra
cosa sino quebrar y aun aniquilar todos los derechos de los príncipes, mientras
en realidad no tratan sino de esclavizar al pueblo con el mismo señuelo de la
libertad. No otros eran los criminales delirios e intentos de los valdenses,
beguardos, wiclefitas y otros hijos de Belial, que fueron plaga y deshonor del
género humano, que, con tanta razón y tantas veces fueron anatematizados por la
Sede Apostólica. Y todos esos malvados concentran todas sus fuerzas no por otra
razón que para poder creerse triunfantes felicitándose con Lutero por
considerarse libres de todo vínculo; y, para conseguirlo mejor y con mayor
rapidez, se lanzan a las más criminales y audaces empresas.
16. Las mayores desgracias
vendrían sobre la religión y sobre las naciones, si se cumplieran los deseos de
quienes pretenden la separación de la Iglesia y el Estado, y que se rompiera la
concordia entre el sacerdocio y el poder civil. Consta, en efecto, que los
partidarios de una libertad desenfrenada se estremecen ante la concordia, que
fue siempre tan favorable y tan saludable así para la religión como para los
pueblos.
17. A otras muchas causas de
no escasa gravedad que Nos preocupan y Nos llenan de dolor, deben añadirse
ciertas asociaciones o reuniones, las cuales, confederándose con los sectarios
de cualquier falsa religión o culto, simulando cierta piedad religiosa pero
llenos, a la verdad, del deseo de novedades y de promover sediciones en todas
partes, predican toda clase de libertades, promueven perturbaciones contra la
Iglesia y el Estado; y tratan de destruir toda autoridad, por muy santa que
sea.
Remedio, la palabra de Dios
18. Con el ánimo, pues,
lleno de tristeza, pero enteramente confiados en Aquel que manda a los vientos
y calma las tempestades, os escribimos Nos estas cosas, Venerables Hermanos,
para que, armados con el escudo de la fe, peleéis valerosamente las batallas
del Señor. A vosotros os toca el mostraros como fuertes murallas, contra toda
opinión altanera que se levante contra la ciencia del Señor. Desenvainad la
espada espiritual, la palabra de Dios; reciban de vosotros el pan, los que han
hambre de justicia. Elegidos para ser cultivadores diligentes en la viña del
Señor, trabajad con empeño, todos juntos, en arrnacar las malas raíces del
campo que os ha sido encomendado, para que, sofocado todo germen de vicio,
florezca allí mismo abundante la mies de las virtudes.
Abrazad especialmente
con paternal afecto a los que se dedican a la ciencia sagrada y a la filosofía,
exhortadles y guiadles, no sea que, fiándose imprudentemente de sus fuerzas, se
aparten del camino de la verdad y sigan la senda de los impíos. Entiendan que
Dios es guía de la sabiduría y reformador de los sabios[31], y que es imposible
que conozcamos a Dios sino por Dios, que por medio del Verbo enseña a los
hombres a conocer a Dios[32]. Sólo los soberbios, o más bien los ignorantes,
pretenden sujetar a criterio humano los misterios de la fe, que exceden a la
capacidad humana, confiando solamente en la razón, que, por condición propia de
la humana naturaleza, es débil y enfermiza.Los gobernantes y la Iglesia
19. Que también los
Príncipes, Nuestros muy amados hijos en Cristo, cooperen con su concurso y
actividad para que se tornen realidad Nuestros deseos en pro de la Iglesia y
del Estado. Piensen que se les ha dado la autoridad no sólo para el gobierno
temporal, sino sobre todo para defender la Iglesia; y que todo cuanto por la
Iglesia hagan, redundará en beneficio de su poder y de su tranquilidad; lleguen
a persuadirse que han de estimar más la religión que su propio imperio, y que
su mayor gloria será, digamos con San León, cuando a su propia corona la mano
del Señor venga a añadirles la corona de la fe. Han sido constituidos como
padres y tutores de los pueblos; y darán a éstos una paz y una tranquilidad tan
verdadera y constante como rica en beneficios, si ponen especial cuidado en
conservar la religión de aquel Señor, que tiene escrito en la orla de su
vestido: Rey de los reyes y Señor de los que dominan.
20. Y para que todo ello se
realice próspera y felizmente, elevemos suplicantes nuestros ojos y manos hacia
la Santísima Virgen María, única que destruyó todas las herejías, que es
Nuestra mayor confianza, y hasta toda la razón de Nuestra esperanza[33]. Que
ella misma con su poderosa intercesión pida el éxito más feliz para Nuestros
deseos, consejos y actuación en este peligro tan grave para el pueblo
cristiano. Y con humildad supliquemos al Príncipe de los apóstoles Pedro y a su
compañero de apostolado Pablo que todos estéis delante de la muralla, a fin de
que no se ponga otro fundamento que el que ya se puso. Apoyados en tan dulce
esperanza, confiamos que el autor y consumador de la fe, Cristo Jesús, a todos
nos ha de consolar en estas tribulaciones tan grandes que han caído sobre
nosotros; y en prenda del auxilio divino a vosotros, Venerables Hermanos, y a
las ovejas que os están confiadas, de todo corazón, os damos la Bendición
Apostólica.
Dado en Roma, en Santa María
la Mayor, en el día de la Asunción de la bienaventurada Virgen María, 15 de
agosto de 1832, año segundo de Nuestro Pontificado.
Notas
[1] Luc. 22, 32.
[2] 1 Cor. 4, 21.
[3] Luc. 22, 53.
[4] Is. 24, 5.
[5] S. Caelest. pp., ep. 21 ad epp. Galliarum.
[6] Ep. ad Imp., ap. Labb. t. 2 p. 235 ed. Mansi.
[7] S. Innocent. pp., ep. 2: ap. Constat.
[8] S. Cypr. De unit. Eccl.
[9] Sess. 25 in definit.: ap. Labb. t. 18 col. 527 ed.
Venet.
[10] Ep. 2 ad Nepot. a. 1, 24.
[11] Ex can. ap. 38; ap. Labb. t. 1 p. 38 ed. Mansi.
[12] Sess. 13 dec. de Euchar. in prooem.
[13] Ep. 52 ed. Baluz.
[14] Ep. ad epp. Lucaniae.
[15] Hebr. 13, 4 y Eph. 5,
32.
[16] Eph. 4, 5.
[17] Luc. 11, 23.
[18] Symb. S. Athanas.
[19] S. Hier. ep. 57.
[20] In ps. contra part. Donat.
[21] Ep. 166.
[22] Apoc. 9, 3.
[23] Act. 19.
[24] Act. Conc. Later. V. sess. 10;
y Const. Alexand. VI Inter multiplices.
[25] Conc. Trid. sess. 18 y
25.
[26] Enc. Christianae 25
nov. 1766, sobre libros prohibidos.
[27] Rom. 13, 2.
[28] In ps. 124 n. 7.
[29] S. Eucher.: ap. Ruinart, Act. ss. mm., de ss.
Maurit. et ss. n. 4.
[30] Apolog. c. 37.
[31] Sap. 7, 15.
[32] S. Irenaeus, 14, 10.
[33] S. Bernardus Serm. de
nat. B.M.V. **** 7.
No hay comentarios:
Publicar un comentario